jueves, 23 de diciembre de 2010

Niños, ya no tan niños

Quise hacer lo que llevaba deseando tanto tiempo: despedirme en condiciones de él, no con dos besos ni con un abrazo. En condiciones. Pero no podía, simplemente no podía hacerlo.
Se volvió hacia mí con una sonrisa pícara en la cara, de las suyas. Pensé que me pellizcaría las mejillas, me tiraría del pelo o cualquiera de esas cosas que hacía para molestarme.

-¿Me das un besito? -me preguntó con voz aniñada, haciendo que no despegara mi mirada de sus labios. Me puse de puntillas y le di un suave e inocente beso en la mejilla-. No, tonta. Un beso de verdad.
No me lo esperaba. Miré hacia atrás, hacia el lugar donde nuestros padres y hermanos esperaban que nos despidiéramos. Vi como mi padre me hacía un gesto con la cabeza para que me apresurara, y yo sólo me mordí el labio y me giré de nuevo hacia él.
-¿Qué pasa? ¿Aún eres el angelito de papá y mamá?
Bastó esa pregunta para que me decidiera.
-Ya no.

Y le besé. Le besé como nunca había besado a nadie. Primero, lento, dulcemente, con tacto, como si no quisiera romper el momento con la velocidad. Luego, rápido, apasionadamente, casi con fiereza, impidiendo que se escapara.
Siempre supe que besaría bien. Tenía que besar bien.

Separamos nuestros labios. Sonrió. Sonreí.

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