viernes, 31 de diciembre de 2010

Desenfrenado

Música. Música que retumbaba en sus oídos, música que casi le destrozaba los tímpanos. Y gente. Mucha gente. Chicos bebidos, fumados, drogados. Chicas bailando, chicas cuyas faldas vivían en un bonito y sensual vaivén de raso y encaje al compás de la música. Piernas, medias y tacones que lo daban todo, que vivían la noche, que sabían que los demás miraban.
Él no pensaba en nada más. No pensaba en beber, no pensaba en bailar. Pensaba en ir hacia ella, desgarrarle las medias con la boca, agarrarla de la cintura, comérsela a besos. Anduvo entre otras tantas chicas, rozó múltiples caderas con el brazo, con prisas; empujó a chicos, a guardias, levantó vestidos al correr. Pero no la encontró.

Decepcionado, le robó la copa a una chica y bebió con rapidez, casi con avidez, esperando que el alcohol le ayudara a encontrar a su musa. La música cada vez estaba más alta, las voces gritaban en su cabeza.
Un nombre. Un maldito nombre.
Tuvo que girarse, sus piernas le obligaron a girarse hacia donde los demás miraban y vitoreaban, hacia donde una chica bailaba. Ligera de ropa, con seguramente unas copas de más, reina de la noche, princesa del baile... Allí estaba ella. Ella, subida en la barra del bar, consciente de ser el centro de atención de la discoteca, encantada de ser deseada por todos y más.

Él no pudo más. Dejó caer la copa y se abrió paso entre la gente. Y corrió, empujó, gritó el nombre de ella para sus adentros y llegó. Subió de un salto a la barra y la observó bailar hasta que se paró. Y entonces se miraron.
Y se miraron con deseo, con lascivia, se miraron sin importarles quién estuviera mirándoles. Él se lanzó hacia ella, la tumbó en la barra y la besó. Juego de labios, manos, dedos, caderas. Miradas. Toda la noche. Así. Desenfadado, desenfrenado. Apasionado.

viernes, 24 de diciembre de 2010

El comienzo de un fin

Tuvo miedo. Mucho miedo. Tuvo miedo de arriesgarse y perder, de sufrir de nuevo, de dejarse llevar por un capricho y volver a echarlo todo a perder. De hacer daño a las personas a las que quería por un mero impulso. Pero se arriesgó.
Y puede que durante una hora, quizá dos, quizá un día entero, sintiese más que nunca esa espina clavada en su corazón, ese pinchazo de un amor frustrado, de algo que nunca pudo hacer realidad. Y le dolió. Le dolió mucho.
Quiso darse tiempo, escuchar a su razón, evitar equivocarse. Pensó mil veces que el corazón debía dominar a la razón, que de esa manera sería lo que la haría feliz realmente. Pero ya lo hizo una vez y se equivocó. ¿De verdad quería arriesgarse? No.
Se convenció de que no, y ese no era que no. Pero volvió a arriesgarse y pensó que era lo mejor para arrancarse esa espinita, que no conseguiría nada si no se lanzaba de cabeza. Y quizá, sólo quizá, así se diese cuenta de que no podía pedir más. De que estaba bien, de que quizá todo era una mentira o una verdad pasajera. De que no terminaría bien.
Y poco a poco se la fue arrancando. Y supo así que no merecía la pena darlo todo por alguien que no estaba dispuesto a darlo todo por ella.
Y así, después de dos largos años, empezó a dejarlo pasar.

jueves, 23 de diciembre de 2010

Raso negro

Se apoyó en el cabecero de la cama y giró la cabeza hacia la derecha. Allí estaba ella, cubierta por una fina sábana de raso negro, ocultando aquella desnudez que ya no necesitaba ocultar. Paseó la mirada desde su pequeños pies hasta sus ojos, recorriendo cada curva sonriendo con fingida lascivia, exagerando sus movimientos, haciéndola reír. Cambió el semblante al llegar a su boca, pintada con una sonrisa de satisfacción extrema, una sonrisa feliz, placentera, bonita en todos los sentidos.
Agachó la cabeza tras mirarla a los ojos y la besó en aquellos labios, suavemente. Era como si una oleada de paz los hubiese envuelto al llegar la tranquilidad, como si fuesen más felices a pesar de haber discutido hacía treinta minutos. Después de ese tiempo, todo volvía a ser perfecto.
Se vio obligado a salir de ese paraíso cuando el silencio se rompió:
-Que sepas que sigo sin enamorarme de ti, ¿eh? -comentó ella, tapándose aún más con la sábana, no llegó a saber si de broma o de verdad.
-Claro que sí -replicó a pesar de no estar totalmente seguro-. Estás tan enamorada de mí que ni te das cuenta. En el fondo no puedes vivir sin mí, aunque creas que siempre te dan ganas de matarme.
Se rió suavemente y el movimiento hizo que el raso dejase ver el comienzo de sus pechos.
-Alucinas.
Él la miró a los ojos y sonrió. Sí. Alucinaba.

Niños, ya no tan niños

Quise hacer lo que llevaba deseando tanto tiempo: despedirme en condiciones de él, no con dos besos ni con un abrazo. En condiciones. Pero no podía, simplemente no podía hacerlo.
Se volvió hacia mí con una sonrisa pícara en la cara, de las suyas. Pensé que me pellizcaría las mejillas, me tiraría del pelo o cualquiera de esas cosas que hacía para molestarme.

-¿Me das un besito? -me preguntó con voz aniñada, haciendo que no despegara mi mirada de sus labios. Me puse de puntillas y le di un suave e inocente beso en la mejilla-. No, tonta. Un beso de verdad.
No me lo esperaba. Miré hacia atrás, hacia el lugar donde nuestros padres y hermanos esperaban que nos despidiéramos. Vi como mi padre me hacía un gesto con la cabeza para que me apresurara, y yo sólo me mordí el labio y me giré de nuevo hacia él.
-¿Qué pasa? ¿Aún eres el angelito de papá y mamá?
Bastó esa pregunta para que me decidiera.
-Ya no.

Y le besé. Le besé como nunca había besado a nadie. Primero, lento, dulcemente, con tacto, como si no quisiera romper el momento con la velocidad. Luego, rápido, apasionadamente, casi con fiereza, impidiendo que se escapara.
Siempre supe que besaría bien. Tenía que besar bien.

Separamos nuestros labios. Sonrió. Sonreí.