jueves, 2 de febrero de 2012

Las dos caras de mi moneda


Últimamente no sé qué me pasa. En realidad llevo en este plan hará cosa de dos años, pero hoy más que nunca, ignoro el por qué, me siento así. Quizá sea porque se acercan las fechas, esta fecha que siempre he odiado... San Valentín. Y ahora que mi romanticismo lleva dos años de paseo por Florida, más aún.
En realidad sé que no debería escribir estas cosas, pero es como que si no lo escribo no puedo seguir estudiando para mi examen.
En fin. Que no me siento bien. Estoy harta de ver como todos mis amigos tienen pareja desde hace ya mil años y en realidad me gustaría volver a la época en la que sólo éramos chicas, hablando de chicos y saliendo a la calle a hacer tonterías. Echo de menos esos momentos en los que los chicos no eran parte de nuestro grupo y no teníamos que preocuparnos por hacer turnos para ver con quién sale antes, con sus amigas o con su novio.
Cosas de la vida.

Ahora no tiene mucho remedio, ya tenemos dos décadas y la gente empieza a centrarse. Menos yo, claro, que tengo la impresión de seguir descentrada toda mi vida.
Pero a lo que íbamos: San Valentín y mi odio hacia él.
Aunque cambiando de opinión prefiero no hablar de ese día tan precioso en el que las calles se tiñen de rojo (no rojo sangre, sino rojo pasión...), todas las tiendas están decoradas con corazones y me dan ganas de vomitar. Y me preocupa porque yo antes no era así. Yo era de esas tontas enamoradas del amor que se desvivía para hacer feliz a su pareja. Y odio que ya no me pase, de verdad que sí.

Y es horrible, porque muchas veces me enfado con alguien por algo que no ha hecho, que es una tontería o por algo que he hecho yo mal. Y todo porque me doy cuenta de que no soy la persona que era antes, no soy la persona que quiero ser. Y me cabreo conmigo misma. Me cabreo porque no puedo cambiarlo por más que quiera, porque no es como me siento y porque soy incapaz de vivir una mentira. Y me refiero a la mentira de hacer regalos cada fiesta de cada mes porque sí, por amor. Y si hago regalos será por obligación. Por la obligación de que nadie se enfade conmigo y piense que no le quiero, porque nadie entiende que esté pasando por una crisis.

Así que no. No me gustan los regalos. Me siento como si alguien me castigara pensando regalos que comprar porque no demuestro lo suficiente mi amor. Vale, es cierto. No lo demuestro. Pero nadie se ha parado a pensar que es porque hay algo dentro de mí que me lo impide.

domingo, 25 de diciembre de 2011

Navidad

Esa época en la que tus padres beben y le cuentan a toda la familia tus trapos sucios.
Duuulce Navidad.

sábado, 8 de octubre de 2011

Drama


Últimamente Sexo en Nueva York me da mucho que pensar. En el capítulo que vi ayer, "Las reinas del drama", Carrie Bradshaw escribía en su columna: "¿Necesitamos que las relaciones tengan un toque dramático para funcionar?"

Me detuve a pensar en esa frase, en esa pregunta sin contestar. Realmente es algo a lo que llevaba dándole vueltas un tiempo, pero jamás esperaba verlo en una serie. 
¿Necesitamos una serie de obstáculos antes de conseguir ser feliz con una persona? ¿Necesitamos SUFRIR para alcanzar la felicidad?
Parece que no valoramos las relaciones fáciles. Como que no es real llegar a la felicidad sin dar nada a cambio para conseguirla.

No soy una experta en relaciones, lo sé. He tenido unas cuantas, peores o mejores, algunas han terminado bien y otras no, algunas las conservo en amistad hoy día y otras no. Y, si me paro a pensarlo, ninguna de ellas fue normal. Quiero decir: todas tuvieron un toque dramático. 
Traiciones, peleas, terceras personas, etc. Siempre. Y realmente no estoy segura de lo que prefiero. 

Estoy acostumbrada a dejar que mi vida se convierta en un pequeño culebrón mexicano malo. Ahora con uno, ahora con otro, ahora te pongo los cuernos, ahora te quiero y ahora no te quiero.
Llega un momento en el que una no está segura de lo que quiere y de lo que no quiere. Y tengo la impresión de que nunca voy a estar segura de nada.
Si las cosas van demasiado bien; algo falla. Si las cosas van demasiado mal; algo falla. ¿Pero qué es lo que falla? ¿El amor?

A veces me pregunto si soy capaz de amar a alguien por el resto de mis días. No sé si es que no puedo hacerlo, si me han hecho tanto daño que no quiero arriesgarme... O si es que tengo tanto amor escondido que no daré hasta que esté segura de que estoy delante del hombre perfecto. 
Quizá sea como Charlotte York, esperando mi cuento de hadas, esperando mi príncipe azul. Dejando a un lado las peleas y las incomodidades, dando paso a una estabilidad con la que me sienta bien. 
Quizá tenga que sufrir para conseguirlo, quizá no.
Lo único que sé, es que quiero algo que realmente me haga levantarme con una sonrisa a pesar del pitido del despertador. Algo que me dé tranquilidad y felicidad, no problemas.

domingo, 21 de agosto de 2011

Algo inesperado


No quería entrar. Sabía que no debía entrar. Miró por la ventana del pub y lo vio allí, de espaldas, con una camiseta azul y una guitarra en las manos. Definitivamente no podía entrar. Su novio, que la acompañaba esa noche, le insistió varias veces para que entrara, la empujó hacia la puerta, casi se la abrió en las narices. Pero ella se negó; y se negó hasta que él entró solo.
En la puerta. Puerta insonorizada, puerta que a la vez quería abrir y a la vez no. Sentía que si se quedaba fuera de la sala nunca iba a saber si lo había superado o no, pero también sentía que la estaban poniendo a prueba. Y eso no le gustaba. Al poco rato empezó a oír un par de notas de Mecano y se decidió a entrar. No por escucharles tocar, ni por verle a él. Sólo por comprobar cómo le sentaba el reto. Así que lo hizo.

Al girar el pomo de la puerta, todo el ruido del pub se abalanzó sobre ella. La gente cantaba la letra de la canción, recordando viejos tiempos. Pero no se fijó en nadie. Miró a la cantante durante un momento, desde la puerta de salida. Luego alguien la abrazó. Una amiga. Una amiga que estaba realmente sorprendida de verla allí. Se abrazaron varias veces, se gritaron al oído, se alegraron de verse. Minutos más tarde, el concierto terminó.
El chico de la camisa azul se bajó del escenario, dio la mano a algunos y fue hacia ella. Dos besos. Uno en cada mejilla. Dos putos besos que lo significaron todo, pero a la vez no significaron nada. Un momento de shock, ni una sonrisa.
Nunca sabría qué estaba pensando él en aquel momento. Pero desde luego ella sí pensaba en algo. Pensaba en que probablemente nunca lo olvidaría, pero aún así lo había superado. Ni vuelcos al corazón, ni mensajes a escondidas. Nada. Sólo recuerdos. Bonitos recuerdos que duraron unos meses y que se desvanecieron para siempre. Recuerdos que a pesar de todo nunca volverían.

Fue bonito mientras duró. Quizá habría sido bonito en un pasado si no hubieran tenido tantos obstáculos. Pero ya está. Pasó. Nadie puede cambiarlo.

sábado, 5 de febrero de 2011

Destino

Miró su rostro en la escena que proyectaba la luna en el agua del muelle. Su pelo, enredado; sus ojos, enrojecidos. Su cara, triste: había estado recordando. Volvió casi cinco años en su pasado, rebobinó a su antojo, bastante rápido al principio, más lentamente al final. No tan al final, a pesar de todo. Un poco, sólo un poco. Allá en el momento en que todo parecía estar muy claro... pero no lo estuvo.

La luna le mostró de repente una cara más, una cara conocida y a la vez desconocida. Una cara que había extrañado mucho tiempo, una cara que no sabía si quería volver a recordar. Llena de ternura, llena de felicidad. Llena de perfección. Una cara que había sido y que, en el fondo, siempre sería.
Se dio la vuelta y lo miró. Más guapo que en el reflejo, más maduro. Pero aún así, casi irreconocible.
Volvió a colocarse de cara a la luna y puso la mano sobre las tablas de madera que había a su lado, acompañándole a sentarse con ella. 

-No me juzgues -susurró justo después, a la vez que miraba las uñas moradas de sus pies balanceándose entre la tierra y el mar.
-No lo hiciste bien -le reprochó él, con frialdad y seguridad, decidido a enfrentarse a aquella situación.
-Lo sé.

Y se quedaron en silencio, contemplando sus rostros en el mar. Sus rostros antiguos, sus rostros felices y decididos. Sus rostros unidos por un destino.
Un destino que, a pesar de todo, los quiso separar.

-Le odié -retomó la conversación con voz grave, aún sin perder seguridad. La miró apenado, pero ella no quiso mirarle. Prefería quedarse con su expresión antigua.
-Yo también.
-Podríamos haber llegado lejos, tú y yo.
-No. No mucho más. Era difícil.
-¿Amigos?
-Eso espero, aunque si el destino ha querido separarnos quizá no nos volvamos a unir.
-Dijiste que no creías en el destino. Siempre lo decías.
-Y no creo en él. No creo en el destino de que una persona tenga un accidente, ni en destinos relacionados con la enfermedad, con el dinero o con la felicidad. Creo en el destino de que dos personas puedan conseguir todo lo que se propongan con no más herramienta que el amor.

Él se rió, suavemente, dulce, divertido, juguetón. Nostálgico quizá.
-Solías ser así de cursi, ¡lo olvidaba!
-Éramos un par de cursis sin remedio.
-Pero éramos felices.
-Sí. Lo éramos.

miércoles, 26 de enero de 2011

Jóvenes vividores del mundo... [crítica]

... creo que no tenéis ni idea.
Por más que intento comprenderos nunca encuentro una razón aceptable, es decir, sé por qué lo hacéis pero no es por nada bueno. ¿Para qué? En serio, ¿para qué? No digo una vez.. Ni dos, ni tres. Digo todos los días; a veces todos los fines de semana.

Me pregunto qué será peor: la incultura, el pasotismo o la gilipollez. Porque en este mundo, al menos en este país, hay mucha. No os estoy diciendo que os sepáis los compuestos del Red bull, del tabaco o del vodka. No os estoy diciendo que os sepáis la reacción química que produce en vuestro cuerpecito de 14 años. Pero por favor. ¡Por favor! Me basta -a todos los ya jóvenes o adultos del mundo-, ¡nos basta! con que sepáis al menos que no debéis hacerlo.

Salís perdiendo. Sea como sea todos salimos perdiendo. Sucede como con la obesidad; todos saben que es mala pero siguen comiendo hasta reventar. ¿Diabetes? ¿Insuficiencia cardiaca? ¡Qué más da! Yo disfruto ahora y si me muero con 10 años menos de los que debería no importa, aún me queda.
¿No?
El tabaco. Lo que pasa con el tabaco es que es supuestamente sexy fumar tabaco. Sexy, guay, chulo... Queda bonito en las fotos (¡incluso a mí me lo parece!), queda bonito en las series, en las películas. Incluso queda bonito en la calle, y te fijas en ellos; te fijas en ellos porque son guapos, están buenos, ¡y están tan sexys cuando le dan una calada a ese cigarrillo!

Es así. El mundo funciona así. Es cuando piensas que series -series como Skins, por poner un claro ejemplo- han hecho mucho daño. Que yo también flipo con Skins, que me alucina, que Cook me parece súper sexy, y Thomas, y Tony y todos. Y que entiendo que vosotros los chicos queráis pareceros a ellos, o que las chicas quieran tener novios como ellos.
Que así se empieza. Que ves algo de esto: se lo pasan de puta madre, fuman, beben, follan y se meten de todo, la vida es maravillosa y ¡cómo no lo había descubierto antes!

El caso es que lo probáis y os gusta. Os gusta porque os sentís poderosos, os sentís los mejores. Os sentís fantásticos con una copa y un pitillo en la mano, sentís que podéis con todo y que cualquier fotógrafo podría sacaros una foto, ¡porque estaríais ideales!
Y así pasan los años.
Pasan años y años de fiestas y de borracheras (sobra decir que si vomitáis ya sois los putos amos): vuestro cuerpo aguanta. Y aguantará hasta que diga basta. Y cuando diga BASTA os hartaréis de visitar hospitales, de tomar medicamentos y de lamentaros por ello. La sanidad pública gastará dinero en trataros a vosotros, y vosotros gastaréis dinero en seguir matándoos.
Y os arrepentiréis.
Y cuando os arrepintáis le diréis a vuestros hijos que no fumen jamás y que beban con moderación, ¿por qué? Porque no queréis que acaben como vosotros.
Y cuando os cueste respirar y el corazón os lata cada vez más deprisa, vuestro hijo empezará a fumar. Y entonces sí que os vendréis abajo.


Yo sabía, desde que teníais 6 años, en serio, que vuestra generación iba a traer problemas. Me lo olía. Demasiado despreocupados, demasiado pasotas o demasiado gilipollas.

Dejadlo. Es un consejo, de verdad. Puede que desde fuera todo parezca genial, pero lo cierto es que vuestros pulmones están empezando a llenarse de carbón y que si no lo paráis a tiempo vais a tener problemas. Yo aviso.

SOIS DEMASIADOS JÓVENES COMO PARA EMPEZAR A HACEROS DAÑO.

domingo, 23 de enero de 2011

Un vestido negro y un trozo de madera

No fue como había esperado, ni mucho menos. Pensó que duraría algo así como dos horas, que todos saldrían a hablar de ella y de lo que hizo, de momentos que pasaron a su lado, de lo mucho que la querían. Pero nadie habló. Nadie. Quizá eso sólo pasaba en las películas.
Le echó un vistazo rápido a la sala y contó no más de treinta personas, algunas tristes, otras serias, otras sin ninguna expresión, otras preguntándose qué demonios hacía allí. Personas que nunca la conocieron o que quizá eran demasiado inmaduros para saber lo que significaba una ceremonia como tal. Treinta. Menos. Posiblemente familiares todos. Ni amigos. Ni hijos. Ni nietos. No sabía si los tenía siquiera.
Sola.

Pasó rápido. Una media hora. Sonaron las campanas. Un par de sobrinos suyos ayudaron a llevarla a la puerta, con esfuerzo, con semblante serio, quizá intentando no venirse abajo. El único que vestía el blanco dijo unas últimas palabras, haciéndose oír entre las campanas, que parecía que se habían puesto de acuerdo para despedirla.
Salieron todos. Una nieta fue a abrazar a su abuelo, el familiar más cercano de la difunta. Ella no había llorado en toda la ceremonia, pero al ver los ojos grises del anciano llenos de lágrimas no pudo evitarlo. Quiso disimular; no pudo. Era consciente de que era una de las que más ánimo podía brindarle al abuelo y temió por no haberlo conseguido.

Se fueron. Unos a casa, con sus hijos, demasiado pequeños para haber estado allí; otros al campo de cipreses; otros simplemente a olvidar la escena.
Por el camino, ya sosegada, la nieta sólo recordaba esos ojos grises. Esos ojos grises que quizá se preguntaban lo mismo que ella: ¿estaría arreglada dentro de aquella caja? ¿Seguiría con la bata de hospital? ¿Sonreiría?
Quizá incluso él se preguntara si ahora estaría en un lugar mejor, observando la escena, pero no es un pensamiento que compartiera su nieta. Sus conocimientos sobre la ciencia le impedían pensar en una vida después de la muerte.

Y después, simplemente... dejarlo pasar.

viernes, 31 de diciembre de 2010

Desenfrenado

Música. Música que retumbaba en sus oídos, música que casi le destrozaba los tímpanos. Y gente. Mucha gente. Chicos bebidos, fumados, drogados. Chicas bailando, chicas cuyas faldas vivían en un bonito y sensual vaivén de raso y encaje al compás de la música. Piernas, medias y tacones que lo daban todo, que vivían la noche, que sabían que los demás miraban.
Él no pensaba en nada más. No pensaba en beber, no pensaba en bailar. Pensaba en ir hacia ella, desgarrarle las medias con la boca, agarrarla de la cintura, comérsela a besos. Anduvo entre otras tantas chicas, rozó múltiples caderas con el brazo, con prisas; empujó a chicos, a guardias, levantó vestidos al correr. Pero no la encontró.

Decepcionado, le robó la copa a una chica y bebió con rapidez, casi con avidez, esperando que el alcohol le ayudara a encontrar a su musa. La música cada vez estaba más alta, las voces gritaban en su cabeza.
Un nombre. Un maldito nombre.
Tuvo que girarse, sus piernas le obligaron a girarse hacia donde los demás miraban y vitoreaban, hacia donde una chica bailaba. Ligera de ropa, con seguramente unas copas de más, reina de la noche, princesa del baile... Allí estaba ella. Ella, subida en la barra del bar, consciente de ser el centro de atención de la discoteca, encantada de ser deseada por todos y más.

Él no pudo más. Dejó caer la copa y se abrió paso entre la gente. Y corrió, empujó, gritó el nombre de ella para sus adentros y llegó. Subió de un salto a la barra y la observó bailar hasta que se paró. Y entonces se miraron.
Y se miraron con deseo, con lascivia, se miraron sin importarles quién estuviera mirándoles. Él se lanzó hacia ella, la tumbó en la barra y la besó. Juego de labios, manos, dedos, caderas. Miradas. Toda la noche. Así. Desenfadado, desenfrenado. Apasionado.

viernes, 24 de diciembre de 2010

El comienzo de un fin

Tuvo miedo. Mucho miedo. Tuvo miedo de arriesgarse y perder, de sufrir de nuevo, de dejarse llevar por un capricho y volver a echarlo todo a perder. De hacer daño a las personas a las que quería por un mero impulso. Pero se arriesgó.
Y puede que durante una hora, quizá dos, quizá un día entero, sintiese más que nunca esa espina clavada en su corazón, ese pinchazo de un amor frustrado, de algo que nunca pudo hacer realidad. Y le dolió. Le dolió mucho.
Quiso darse tiempo, escuchar a su razón, evitar equivocarse. Pensó mil veces que el corazón debía dominar a la razón, que de esa manera sería lo que la haría feliz realmente. Pero ya lo hizo una vez y se equivocó. ¿De verdad quería arriesgarse? No.
Se convenció de que no, y ese no era que no. Pero volvió a arriesgarse y pensó que era lo mejor para arrancarse esa espinita, que no conseguiría nada si no se lanzaba de cabeza. Y quizá, sólo quizá, así se diese cuenta de que no podía pedir más. De que estaba bien, de que quizá todo era una mentira o una verdad pasajera. De que no terminaría bien.
Y poco a poco se la fue arrancando. Y supo así que no merecía la pena darlo todo por alguien que no estaba dispuesto a darlo todo por ella.
Y así, después de dos largos años, empezó a dejarlo pasar.

jueves, 23 de diciembre de 2010

Raso negro

Se apoyó en el cabecero de la cama y giró la cabeza hacia la derecha. Allí estaba ella, cubierta por una fina sábana de raso negro, ocultando aquella desnudez que ya no necesitaba ocultar. Paseó la mirada desde su pequeños pies hasta sus ojos, recorriendo cada curva sonriendo con fingida lascivia, exagerando sus movimientos, haciéndola reír. Cambió el semblante al llegar a su boca, pintada con una sonrisa de satisfacción extrema, una sonrisa feliz, placentera, bonita en todos los sentidos.
Agachó la cabeza tras mirarla a los ojos y la besó en aquellos labios, suavemente. Era como si una oleada de paz los hubiese envuelto al llegar la tranquilidad, como si fuesen más felices a pesar de haber discutido hacía treinta minutos. Después de ese tiempo, todo volvía a ser perfecto.
Se vio obligado a salir de ese paraíso cuando el silencio se rompió:
-Que sepas que sigo sin enamorarme de ti, ¿eh? -comentó ella, tapándose aún más con la sábana, no llegó a saber si de broma o de verdad.
-Claro que sí -replicó a pesar de no estar totalmente seguro-. Estás tan enamorada de mí que ni te das cuenta. En el fondo no puedes vivir sin mí, aunque creas que siempre te dan ganas de matarme.
Se rió suavemente y el movimiento hizo que el raso dejase ver el comienzo de sus pechos.
-Alucinas.
Él la miró a los ojos y sonrió. Sí. Alucinaba.

Niños, ya no tan niños

Quise hacer lo que llevaba deseando tanto tiempo: despedirme en condiciones de él, no con dos besos ni con un abrazo. En condiciones. Pero no podía, simplemente no podía hacerlo.
Se volvió hacia mí con una sonrisa pícara en la cara, de las suyas. Pensé que me pellizcaría las mejillas, me tiraría del pelo o cualquiera de esas cosas que hacía para molestarme.

-¿Me das un besito? -me preguntó con voz aniñada, haciendo que no despegara mi mirada de sus labios. Me puse de puntillas y le di un suave e inocente beso en la mejilla-. No, tonta. Un beso de verdad.
No me lo esperaba. Miré hacia atrás, hacia el lugar donde nuestros padres y hermanos esperaban que nos despidiéramos. Vi como mi padre me hacía un gesto con la cabeza para que me apresurara, y yo sólo me mordí el labio y me giré de nuevo hacia él.
-¿Qué pasa? ¿Aún eres el angelito de papá y mamá?
Bastó esa pregunta para que me decidiera.
-Ya no.

Y le besé. Le besé como nunca había besado a nadie. Primero, lento, dulcemente, con tacto, como si no quisiera romper el momento con la velocidad. Luego, rápido, apasionadamente, casi con fiereza, impidiendo que se escapara.
Siempre supe que besaría bien. Tenía que besar bien.

Separamos nuestros labios. Sonrió. Sonreí.