miércoles, 26 de enero de 2011

Jóvenes vividores del mundo... [crítica]

... creo que no tenéis ni idea.
Por más que intento comprenderos nunca encuentro una razón aceptable, es decir, sé por qué lo hacéis pero no es por nada bueno. ¿Para qué? En serio, ¿para qué? No digo una vez.. Ni dos, ni tres. Digo todos los días; a veces todos los fines de semana.

Me pregunto qué será peor: la incultura, el pasotismo o la gilipollez. Porque en este mundo, al menos en este país, hay mucha. No os estoy diciendo que os sepáis los compuestos del Red bull, del tabaco o del vodka. No os estoy diciendo que os sepáis la reacción química que produce en vuestro cuerpecito de 14 años. Pero por favor. ¡Por favor! Me basta -a todos los ya jóvenes o adultos del mundo-, ¡nos basta! con que sepáis al menos que no debéis hacerlo.

Salís perdiendo. Sea como sea todos salimos perdiendo. Sucede como con la obesidad; todos saben que es mala pero siguen comiendo hasta reventar. ¿Diabetes? ¿Insuficiencia cardiaca? ¡Qué más da! Yo disfruto ahora y si me muero con 10 años menos de los que debería no importa, aún me queda.
¿No?
El tabaco. Lo que pasa con el tabaco es que es supuestamente sexy fumar tabaco. Sexy, guay, chulo... Queda bonito en las fotos (¡incluso a mí me lo parece!), queda bonito en las series, en las películas. Incluso queda bonito en la calle, y te fijas en ellos; te fijas en ellos porque son guapos, están buenos, ¡y están tan sexys cuando le dan una calada a ese cigarrillo!

Es así. El mundo funciona así. Es cuando piensas que series -series como Skins, por poner un claro ejemplo- han hecho mucho daño. Que yo también flipo con Skins, que me alucina, que Cook me parece súper sexy, y Thomas, y Tony y todos. Y que entiendo que vosotros los chicos queráis pareceros a ellos, o que las chicas quieran tener novios como ellos.
Que así se empieza. Que ves algo de esto: se lo pasan de puta madre, fuman, beben, follan y se meten de todo, la vida es maravillosa y ¡cómo no lo había descubierto antes!

El caso es que lo probáis y os gusta. Os gusta porque os sentís poderosos, os sentís los mejores. Os sentís fantásticos con una copa y un pitillo en la mano, sentís que podéis con todo y que cualquier fotógrafo podría sacaros una foto, ¡porque estaríais ideales!
Y así pasan los años.
Pasan años y años de fiestas y de borracheras (sobra decir que si vomitáis ya sois los putos amos): vuestro cuerpo aguanta. Y aguantará hasta que diga basta. Y cuando diga BASTA os hartaréis de visitar hospitales, de tomar medicamentos y de lamentaros por ello. La sanidad pública gastará dinero en trataros a vosotros, y vosotros gastaréis dinero en seguir matándoos.
Y os arrepentiréis.
Y cuando os arrepintáis le diréis a vuestros hijos que no fumen jamás y que beban con moderación, ¿por qué? Porque no queréis que acaben como vosotros.
Y cuando os cueste respirar y el corazón os lata cada vez más deprisa, vuestro hijo empezará a fumar. Y entonces sí que os vendréis abajo.


Yo sabía, desde que teníais 6 años, en serio, que vuestra generación iba a traer problemas. Me lo olía. Demasiado despreocupados, demasiado pasotas o demasiado gilipollas.

Dejadlo. Es un consejo, de verdad. Puede que desde fuera todo parezca genial, pero lo cierto es que vuestros pulmones están empezando a llenarse de carbón y que si no lo paráis a tiempo vais a tener problemas. Yo aviso.

SOIS DEMASIADOS JÓVENES COMO PARA EMPEZAR A HACEROS DAÑO.

domingo, 23 de enero de 2011

Un vestido negro y un trozo de madera

No fue como había esperado, ni mucho menos. Pensó que duraría algo así como dos horas, que todos saldrían a hablar de ella y de lo que hizo, de momentos que pasaron a su lado, de lo mucho que la querían. Pero nadie habló. Nadie. Quizá eso sólo pasaba en las películas.
Le echó un vistazo rápido a la sala y contó no más de treinta personas, algunas tristes, otras serias, otras sin ninguna expresión, otras preguntándose qué demonios hacía allí. Personas que nunca la conocieron o que quizá eran demasiado inmaduros para saber lo que significaba una ceremonia como tal. Treinta. Menos. Posiblemente familiares todos. Ni amigos. Ni hijos. Ni nietos. No sabía si los tenía siquiera.
Sola.

Pasó rápido. Una media hora. Sonaron las campanas. Un par de sobrinos suyos ayudaron a llevarla a la puerta, con esfuerzo, con semblante serio, quizá intentando no venirse abajo. El único que vestía el blanco dijo unas últimas palabras, haciéndose oír entre las campanas, que parecía que se habían puesto de acuerdo para despedirla.
Salieron todos. Una nieta fue a abrazar a su abuelo, el familiar más cercano de la difunta. Ella no había llorado en toda la ceremonia, pero al ver los ojos grises del anciano llenos de lágrimas no pudo evitarlo. Quiso disimular; no pudo. Era consciente de que era una de las que más ánimo podía brindarle al abuelo y temió por no haberlo conseguido.

Se fueron. Unos a casa, con sus hijos, demasiado pequeños para haber estado allí; otros al campo de cipreses; otros simplemente a olvidar la escena.
Por el camino, ya sosegada, la nieta sólo recordaba esos ojos grises. Esos ojos grises que quizá se preguntaban lo mismo que ella: ¿estaría arreglada dentro de aquella caja? ¿Seguiría con la bata de hospital? ¿Sonreiría?
Quizá incluso él se preguntara si ahora estaría en un lugar mejor, observando la escena, pero no es un pensamiento que compartiera su nieta. Sus conocimientos sobre la ciencia le impedían pensar en una vida después de la muerte.

Y después, simplemente... dejarlo pasar.